Estábamos sentados en las escaleras de Cañadío, como tantas otras noches.
A nuestro lado, un par de escalones más atrás, cuatro rumanos disfrutaban de la plaza a su manera.
Yo, al principio, recelosa y desconfiada como suelo ser, ni siquiera les miraba. Éstos sí, claro, les gusta más el jaleo que a un tonto un lápiz.
Tras un rato de cercanía, de convivencia pacífica, me relajé y comencé a observarles con atención.
Uno, El Rubio, el primero en el que reparamos, delgado, ebrio a más no poder, había estado solo un rato mientras sus amigos se reían, le grababan con sus teléfonos y le señalaban por su obvia y monumental borrachera.
El Mayor, con aspecto de patriarca del grupo, podría haber sido el jefe de una tribu gitana española: collar, pulseras y anillos de oro componían su atuendo.
Juraría que El más Joven del grupo era su hijo, aunque solamente por su cierto parecido físico.
El cuarto, El más Discreto, parecía también el más prudente. Con él es con quien menos hablamos.
El interés de su noche estaba en El Rubio. No paraban de carcajearse por su comportamiento: se reía estúpidamente, cantaba formando un verdadero escándalo, exclamaba palabras ininteligibles cada vez que pasaba cerca alguna mujer mínimamente atractiva, se levantaba continuamente para hacer sus necesidades en El Rincón e incluso llegó a desaparecer durante un tiempo, visiblemente ofendido por las chanzas de sus compatriotas, para volver al cabo de un rato.
Los cuatro hablaban bien español y mejor nos entendían. El Joven se empeñaba en cogerle la oreja al Rubio mientras me decía que para él era como un perro. Todo esto al beodo le causaba mucha risa. El Mayor nos explicó que ambos se conocían desde niños y que su relación era muy especial, por lo que El Rubio se lo permitía todo al Joven.
No hablamos de por qué estaban en España, cómo aprendieron el idioma, si estaban casados o dónde vivían. Pero el rato que compartimos aquella noche en una abarrotada plaza de Cañadío pasó a ser un curioso recuerdo.
Genial resumen de aquel episodio bizarro de aquella noche. Muy bueno cuando El Joven agarraba de la oreja dando fuertes tirones al Rubio que se defendia como malamente podía. Nos reimos bastante. Falta destacar la ronda de hermandad que hicimos con la piedra de la risa.
ResponderEliminarPor lo que cuentas debían ser gitanos rumanos que andaban por ahí poniéndose ciegos y el rubio ese era el que tenían los otros para reírse, eso no entiende de razas o nacionalidades.
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